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„Immer ist es so gewesen und wird immer so sein, daß die Zeit und die Welt, das Geld und die Macht den Kleinen und Flachen gehört, und den andern, den eigentlichen Menschen, gehört nichts. Nichts als der Tod." / "Siempre ha sido así y así siempre será, que el tiempo y el mundo, el dinero y el poder pertenecen a los mediocres y superficiales, y a los otros, a los verdaderos hombres no les pertenece nada. Nada más que la muerte"

Hermann Hesse



El solitario


Poco a poco, ligeramente, el cielo está aclarando: sus nubes, surcadas por los dedos lánguidos del viento, sangran y se derraman infinitamente... su menarca no es tardía sino pronta y oportuna. Las personas apenas andan, apenas recurren a las calles. La oscuridad apenas va disipándose, sin prisa alguna. El aire frío vuela por toda la avenida gris. Un muchacho duerme en la esquina y se acurruca debajo del enorme cartón que le cubre desde la cabeza; los periódicos que le taparon los pies durante la noche se han roto. (Sus pies son sucios como un cielo sucio y gris de invierno, sus talones duros y agrietados como la tierra seca de la tarde; sus plantas son negras y sangrantes, arrugadas como el rostro de los árboles).
Los minutos van quedándose atorados entre las ramas de los árboles, entre las hojas; luego caen junto con ellas y se mezclan con el polvo y las piedras, mientras uno los va pisando al caminar, o los patea sin querer. La señora que vende tamales ya se prepara, ya va acomodando los panes sobre el mantel a cuadros rojos y blancos que cubre la pequeña mesa; el atole está caliente y espeso, Hay de arroz y de cajeta, dice. Un triángulo de aves grises y blancas va cruzando el cielo que ya se empieza a ver, más que rosado, amarillo y luminoso; las nubes ya no sangran, pero han quedado como cicatrices blancuzcas, flotando por encima y más allá del frío de la mañana...
Lejanamente, como en un sueño, se escuchan los ligeros pasos de quien se acerca a la esquina de la calle. (¿Quién escucha sus pasos sino las ratas que andan debajo de todo, ocultas?). Los carros y los perros recorren la ciudad: los unos gritan su agonía, su humo, y los otros callan, o comen, o se acuestan en las banquetas. Pero el que anda solo se pasea por las calles con su paso triste y dormido. Las personas que se apresuran a su alrededor —a sus lados— van transformándose, por su rapidez, en una espesa y remolineante bruma de colores: ropa, rostros, brazos, espaldas, nucas, manos, sonrisas... gente, las personas han llegado a esa hora precisa del día, a ese momento en que se convierten en gente.
Pero ahí va el solitario, con sus zapatos suaves como la hierba, abrigo largo y sombrero negro: trazo oscuro que surca las calles. Cruza las avenidas, toma el café en cualquier parte, compra el periódico en todos lados, se sienta en la banca gélida del parque, se fuma un cigarro o dos: anda en la calle y no sale de ella...


Luego entra, Buenos días, en la oficina. La calle lo observa desde afuera: se asoma a la ventana y lo ve ahí agazapado en su escritorio, pensativo, absorto; lo mira y le arroja destellos de día y de sol (han de ser las doce ya, o las once y media); el nocturno número nueve de Chopin suena en su mente. La oficina es pequeña y a veces calurosa. Las secretarias huyen de los escritorios con las manos cargadas de bultos de papel: hojas, folders, volantes... Todo se mueve lentamente, como una ilusión: el chorro de café que se vierte —humeante y espeso— en el vaso de unicel, parece suspendido en el aire; los pies de todos dan pasos flotantes y pesados; los rostros, las sonrisas se deforman a cada gesto; las voces son un estruendo oscuro y diabólico.... Cuán rodeado de personas, de miradas, de amabilidades, y sin embargo (¡Dios!) qué insoportable soledad la suya. Guarda el rostro entre sus manos tristes, y se pone a llorar amargamente.


El viento agresivo y fuerte va arrastrando al mediodía hasta el fin del mundo, y ya no queda sol ni azul de cielo; quedan en su lugar las monstruosas nubes grises y oscuras, y la lluvia que forma lagunas en el suelo. Una mirada vuela en el cielo observando las azoteas, los tendederos cargados de ropa que la lluvia está mojando, los carros cubiertos de gotas de agua; y los paraguas negros —que son multitud— marchan como una procesión. Las gotas de lluvia se hacen espesas y blancas, pesadas como sueños y frías como la tarde misma; caen sobre las ventanas de las casas, las llenan de ese brillo blanco; al edificio aquél, enorme y cubierto de cristal, también lo envuelve el mismo brillo.
El solitario va y sale del gran edificio con su abrigo largo y negro, y su sombrero nevado, viejo; la bufanda a rayas rojas y grises le cubre los labios que tiemblan; sus ventanas nasales se abren y cierran nerviosamente; sus mejillas están irritadas de frío... sus párpados tiemblan, y sus ojos llevan ese brillo sollozante a todas partes. Se le hunde el paso en el camino largo y blanco. Va con los puños cerrados debajo de su abrigo. La vaga luminosidad que había en la tarde se ha ido disipando tranquilamente; la gente ha escapado ante el terror por el rocío, como la oscuridad huye delante del fuego. Un blanco fulgor se ha apoderado de las avenidas, ha cubiertos los edificios. (Es la luna que estuvo lloviendo desde hace rato). La noche es la más negra del mundo, y el solitario camina sobre su soledad, llorando...

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