La muerte de la pintura
En cuanto a la venta, te doy razón en verdad
por no buscarla expresamente; en realidad
yo preferiría, si pudiera, no vender jamás...
Vincent van Gogh
Recuerdo (a manera de introducción)
A menudo, la humanidad regresa a la pregunta fundamental sobre el arte, a la pregunta que atormenta a los concienzudos e indigna a los académicos del canon y la tradición. ¿Qué es el arte? Desde luego sería muy iluso, e incluso superfluo, pretender conocer la respuesta. Para calmar el ansia basta pensar que nadie la tiene, y que muy seguramente nadie la tendrá. Pero para fines prácticos uno debe asirse a su propia concepción de aquello a lo que llama arte. A mí me sucedió la epifanía en la juventud temprana, siendo ignorante bachiller, y ya habiendo aceptado la idea sobre la indefinición propia del arte, cayeron en mis manos algunas litografías post-impresionistas, según decía el profesor; sin embargo, a pesar de conocer algunos pintores del Renacimiento y algunos otros del Barroco, nada se igualaba a esas litografías. Moriré sin saber qué es el arte, lo sé, pero desde entonces en aquella clase supe que las litografías que cargaba en mis manos tenían que ser arte, no sabía, y sigo sin saber, como es que puedo describir las impresiones que me provocaron, pero estoy cierto para mí, que aquello fue absoluta, irremediable e infinitamente… Arte. Las litografías eran: La Nuit étoilée, (La noche estrellada), Premières étapes, (Primeros pasos –según Millet-) y Une paire de chaussures, (Un par de zapatos) de Vincent van Gogh.
Ciento veinte años han pasado ya desde que el genio holandés dejó las telas en blanco; sin embargo sus pinturas son admiradas en el mundo entero con gran energía y asombro. El trato especial que han recibido es, desde luego, digno de reconocerse y aplaudirse. Los grandes museos han privilegiado la preservación física a toda costa; por medio de restauración química y técnicas de uso microscópico, estudios de radiación y alto contraste, con el fin de legarle a las generaciones postreras el espectáculo de la pintura.
Y si observamos “La lechera” de Vermeer, tan lúcida y llena de color como hace trescientos cincuenta años, cuando fue pintada, seguramente el mérito sería mayor para las casas restauradoras y la academia. Vale la pena entonces, a la luz de esta información, preguntarse si se está observando lo que Vermeer quiso decirnos.
La práctica de la restauración cuyo noble fin es perpetuar el arte, principalmente plástico, ha, casi inconscientemente, ensombrecido la gloria de las obras per se, y a cambio nos ha dejado el cascarón hueco de las impresiones, que la élite poseedora piensa que debió ser el arte original. Finalmente, entonces, no es a Vermeer a quien vemos, sino a la interpretación deliberada de un grupo selecto de doctos en la materia, que ontológicamente no son Vermeer.
En la mesa los elementos, nos conviene ir despacio para evitar suspicacias y arrebatos de subjetividades.
La restauración como dilema entre verdad y belleza
La peculiar especie humana padece frecuentemente apego por casi todo lo que forme parte de su cultura, de su concepción cósmica, de su forma de relacionarse con la naturaleza y consigo mismo. En la edad del Renacimiento, cuando el concepto de artista toma fuerza y se convierte en un tipo de identidad para el hombre, se crea la necesidad de volver perene aquello que glorifica una cierta cultura, aun a pesar de las consideraciones propiamente filosóficas que deben reflexionarse; el arte es el motivo de superioridad más poderoso y menos violento a alcanzar en un mundo permanentemente enconado. Estos símbolos culturales, firmemente arraigados en el inconsciente colectivo, definen en muchos casos la supervivencia de un estado o una nación, por ello es que, a pesar de todo, los símbolos, en este caso vistos como una manifestación artística deben prevalecer al irrefrenable tiempo.
Así aparecen los artesanos dedicados exclusivamente al mantenimiento más escrupuloso de la obra de arte, valiéndose de la tecnología más moderna, se hizo cuanto se tuvo al alcance para evitar que los colores y las formas languidecieran, dejando de lado el debate, por irrisorio e impráctico, sobre si era ética y estéticamente viable permitir a la pintura morir acorde a su grandeza.
Hacia el siglo XIX y XX, cuando la restauración se vuelve una profesión dedicada, las academias europeas encuentran en la preservación la mina de oro que representa un Van Gogh de 94 millones de dólares, o un Picasso de 105 millones de dólares, sólo por mencionar un ejemplo. Es importante que este factor quede del todo claro, puesto que las fronteras del arte se ven violentamente asaltadas y se convierten en una industria más que una manifestación espiritual, principal motivo por el que el supuesto debate entre la cúpula humanista y los grandes tenedores de capital, peor al contrario que antes, pasa a un segundo y alejado término, lejos de cualquier argumento posible a favor de la preservación de la obra original.
Consideraciones filosóficas
Resulta oportuno hacer partícipes algunos matices de carácter filosófico, ya que el arte estudiado como creación propia de sensibilidades humanas es por definición un desprendimiento de una parte propia del artista. Siguiendo esta línea, debemos situar al personaje creador frente a su obra, en este caso, a un pintor frente a su lienzo; Éste artista, desbocando su imaginación y ordenándola por medio de un lenguaje estructurado, es decir, las ideas, pretende transmitir una emoción, un pensamiento, un evento histórico o un deseo. Pero no basta con saber qué es lo que se quiere decir con una obra de arte, en la pintura como en el resto de las bellas artes es imperioso decirlo de una forma precisa, de una forma particular de concebir a la naturaleza, y una habilidad para que el receptor pueda decodificarla lo mejor posible de cómo fue concebida la cabeza del creador. Este proceso de creación, requiere de una gran capacidad del artista para transformar los impulsos biológicos que pertenecen a las emociones, en imágenes coherentes y consistentes. El producto final de una sesión creativa, el momento de la última pincela y el último matiz desprenden a la tela y a las pinturas químicas de su naturaleza burda y le llevan a una categoría superior, le subliman y le confieren por medio de la convención y el pacto más puro entre espíritu y belleza, un espíritu propio a la obra; en ese preciso instante de nacimiento paroxístico, siguiendo la máxima del arte, se vuelve un ser sin valor por irrepetible, y por ende, la obra adquiere un tiempo y un espacio definido que el tiempo habrá de reclamar según los menesteres de su vida. La cuestión no sólo funciona poéticamente, sino también en la praxis, en la realidad donde la erosión levanta monumentales sierras y el oxígeno pudre nuestros cuerpos, ese es el mundo que el artista ha conferido a su obra, un mundo con leyes naturales que le condicionan la vida, con un nacimiento digno de lágrimas, una edad madura que afirma las formas a lo largo de las dimensiones y realza los colores hasta su máximo esplendor, para finalmente presentarse estoica ante el ocaso de su muerte. Y brota nuevamente la pregunta cuando estamos frente a la obra ¿qué estoy viendo?, ¿acaso son los colores que combinó Van Gogh esa noche mágica en Arlés?, ¿es ese el amarillo de la luz de Vermeer, la leche sería tan líquida? ¿Será que vemos en las restauraciones a un espíritu que se mantiene vivo gracias a infusiones de sangre y medicamentos antivejez, respirando con aparatos artificiales y dializando su humedad? ¿Hasta que punto sigue vivo ese ser y hasta qué punto es una máscara que esconde a un anciano digno de su tiempo?. Si uno se para frente al cascarón y le mira con humildad, parece que ese apuesto joven carece de energía y de valor, la vibración de la luz se requiebra y aun cuando puede engañarnos su aparente lucidez, al final queda un hoyo vacío en nuestro espíritu, una voz tenue que nos deja incompletos e infelices para siempre.
Ciertos especialistas me ha referido, diría yo, superficialmente, su argumento más poderoso para mantener esta práctica en la tradición plástica, el argumento radica en el egoísmo aparente de aquellos que queremos que el tiempo camine y deje huellas en el arte, y somos egoístas porque si no se hiciera dicho trabajo de restauración, las generaciones que ahora habitamos el planeta, no podríamos apreciar a los renacentistas, a los barrocos, y a los impresionistas, peor todavía, las generaciones futuras habrán de perderse algo que nosotros no nos hemos perdido, lo cual desde luego sería una injusticia universal. Primero se tiene una cuestión inexorable que es el tiempo, lo que sabemos de él es que transcurre a un ritmo regular y nunca se detiene, y que cada generación de humanos ha vivido el periodo que le corresponde, que estamos atados a ese periodo temporal a pesar de cualquier cosa, dicho espacio de tiempo trae consigo un cierto número de dichas y otro tanto de desgracias, eso no lo podemos cambiar; entonces, ¿cómo puedo reclamarle al pasado no haberme permitido ver el primer van Gogh en una exposición en París y no los arreglos de un restaurador de academia que no está loco, solo y con seis francos en la bolsa para sobrevivir la semana? Asimismo, conociendo a la raza humana, tan rebosante de pasión, tengo la certeza de que cuando mi tiempo se acabe, llegará otro gran artista que conmocionará los corazones con un nuevo color y una nueva línea, y entonces se presenta nuevamente el dilema ¿cómo le reclamo al futuro por no dejarme ver tan maravillosos paisajes? Debemos aceptar, en un acto sincero, que cada cosa en la naturaleza es bellamente efímera, debemos privilegiar el espíritu antes que la apariencia; el arte, maravillosamente, nos proporciona las dos cosas en un momento de su vida. Contrariamente al argumento inicial, podríamos ser nosotros los egoístas, nosotros a los que no nos importa la obra sino el placer que podamos obtener de ella y nada más.
Sobre la digitalización
Curiosamente, hasta comienzos del siglo XXI no habíamos encontrado la forma práctica de preservar el arte tal y como lució en su esplendor, la restauración ofreció una función loable para el arte en su tiempo, se valora en el sentido que se valora matar a un animal salvaje para obtener cobijo y cubrir una necesidad vital, cuando la tecnología permitió los abrigos de algodón el hombre aprendió y se mejoró, así sucede con la aceptación de la vida en el arte como un ente espiritual y animado, la mejor parte para esta generación de asiduos estetas, es que tienen la opción de conocer las pinturas tal y como las concibió el artista, y tal como la obra ha menguado a lo largo del tiempo. La tecnología del siglo XXI nos permite guardar el aspecto de las obras por medio de la digitalización en alta definición; un ejemplo esperanzador se ha presentado recientemente con la Galleria degli Uffizi(1) en Florencia que ha lanzado el proyecto más ambicioso de digitalización por medio de tecnología de vanguardia, lo cual abre la oportunidad para que muchas otras galerías reconozcan en este método, una forma segura de perpetuar la belleza de las obras sin comprometer el espíritu conferido en el momento de su creación; así entonces, siempre que se vean dichas digitalizaciones, sabremos a priori, que es una fotografía de la obra como nació y no la obra en sí. Pueden existir los que tilden de frívolas las digitalizaciones y prefieran la restauración llevada hasta el hartazgo, pero entonces habremos de cuestionarnos si cumplimos con la hermosa locución latina veritas veritate.
Esta generación de amantes del arte hemos sido privilegiados con la oportunidad para transformar la tradición plástica y llevarla a un estado radicalmente nuevo, tenemos la posibilidad de conferir a la disciplina sagrada del arte, nuestro rostro más invaluable, un atributo de significado indecible; podemos reformar el pensamiento y desechar los dogmas que empolvan las verdaderas ideas de los genios que las crearon, llevar la expresión hasta sus últimas consecuencias y permitir que el arte por sí mismo traspase los límites de la timidez humana, valga decir, timidez humana incapaz de revolucionar su propia fronesis.
Sobre la naturaleza de la pintura en comparación con otras artes
Las artes plásticas en particular, poseen una naturaleza especial que impide hacer parangón con las demás disciplinas artísticas, siendo de tal manera que no acepta contra argumentación el hecho de prestar importancia semejante a la pintura y la escultura, en sus diversas técnicas, y no por el contrario a la música, a la literatura o a la arquitectura por ejemplo: en el caso más cercano a la restauración de pinturas, la arquitectura podría demandar igual atención, sin embargo, si bien las grandes construcciones se han presentado a lo largo de la historia como construcciones artísticas, su naturaleza misma le ha otorgado también una segunda función igualmente importante que es la de servir como edificio y continente, por lo que negarle una apropiada restauración comprometería, tanto su estética como su contenido, ya sean humanos mismos u otras manifestaciones artísticas.
En cuanto a la literatura se han presentado casos de restauración de obras de la edad media, pero la intención final de estos trabajos tiene que ver más con la preservación de la memoria nacional que con el goce estético, ya que por definición el arte de las letras se basa en la transmisión de una idea por medio de un lenguaje, por lo que del mismo modo nos parecería bello un soneto de Cervantes si se leyera en un pergamino rescatado, que en una edición contemporánea, mientras se mantenga la fórmula del lenguaje escrito, su transmisión puede multiplicarse infinitas veces, en otras palabras, el motivo de goce estético se origina de una decodificación y abstracción de ideas, y no de una apreciación inmediata de luz y color como sucede con la pintura.
De manera similar el arte de la música, si bien encuentra en los pentagramas la manera de representarse, el sonido no nace de la tinta en forma de nota, sino de la interpretación de ésta a través de los instrumentos, lo que lleva al sonido a una categoría distinta de preservación que más bien tiene que ver con la interpretación de las partituras en cada subjetividad, que con la hoja de papel que alberga la llave de la obra.
Siendo de este modo, la naturaleza más íntima de la pintura revela la imperiosa necesidad de tratársele como una excepción absoluta, con reflexiones y parámetros singulares, dejando de lado las generalidades del arte y su tratamiento. La pintura ha demostrado ser un digno portador de belleza, capaz de asumir su destino irremediable, el de todas las cosas que son bellas porque son únicas.
El canon y la tradición
Históricamente los cambios de ideas en las sociedades han demostrado ser una afrenta de proporciones desmedidas, ya que al género humano le cuesta demasiado aceptar aquello que pretende modificarle la manera de hacer su vida. Desde luego, las ideas revolucionaras deben antes de consumarse, atravesar una senda sinuosa y llena de detractores que han de buscar cualquier nimiedad para derrumbarle en el camino; sin embargo, a través de la historia también ha quedado claro que las ideas más pequeñas y aparentemente inofensivas, se han fortalecido dibujando de pronto tormentas exquisitas, vorágines que tienen su eco más profundo en aquellos que aceptan con estoicismo el devenir de la revolución de órdenes y normas. Hay tradiciones y cánones que para mejorar y adaptarse a una mejor estadía deben destruirse o al menos reformarse desde la médula, de otra forma, el arte está destinado a permanecer inmóvil en un universo de transformaciones perennes.
(1) www.haltadefinizione.com
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