Al veinte para las nueve
Al veinte para la nueve uno entiende que Albert Einstein tenia razón, porque la maldita luz roja me parece que dura cien años, contrario de la verde que hace gala de su velocidad. Todos se vuelcan frenéticos a las calles, mientan madres, avientan lámina, golpean la bocina del volante para apresurar a algún pobre idiota en su perezoso paso. Al veinte para las nueve uno entiende que ningún científico, artista o humanista debería estar así, atorado en un vasto mar de metal y cemento. Y sin embargo todos seguimos aquí esperando y esperando a ver a que chingada hora cambia el semáforo.
Al veinte para las nueve a uno le sudan las manos porque el checador no espera, ni diez minutos de sueño; uno lleva prisa porque diez minutos tarde quizá represente un tercer retardo, y con él una falta, una falta que significan ochenta o cien pesos menos al final de la tan esperada quincena a la que uno llega haciendo milagros. Para un cabrón que trabaja en el gobierno o el hijo de algún desgraciado burgués talvez no sea mucho, incluso nada, o mejor sí, que tal un estacionamiento en el club (porque hasta el estacionamiento cuesta), pero para un humanista, esto representará un libro menos, una entrada a la cineteca menos, una probeta menos, o en su defecto algunas horas extras, a la hora en que la espalda comienza a quejarse y sacar bolas aquí y allá.
Al veinte para las nueve, el dinero de aquella falta, retrasa el descubrimiento del cáncer, o el sida o alguna otra enfermedad, la solución al calentamiento global, una poesía en un libro que quizá no llegue o solamente el pasaje de mañana.
Al veinte para las nueve uno recarga la frente en el cristal mugroso del camión y mira a la gente correr como ratas nerviosas. Serviría la prisa si mañana se despertaran más temprano para dejar de correr, pero eso no sucede, porque cuando sea el momento volverán a correr desesperados sorteando algunos taxis, a algunas imprudentes que se maquillan, hablan por teléfono y conducen su carro con el bebé al frente.
Al veinte para las nueve uno le pregunta al espejo retrovisor del camión que ha hecho que la mocedad de sus parpados, con el brillo de sus ojos, con el oscuro color del cabello, con la piel suave y elástica de las mejillas. Uno sabe entonces, que esperando veinte minutos puede irse la vida, así y ya, para siempre, esperando que la luz se vuelva verde.
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